1. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Veinte Años (4:13)
2. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Esta Vez Toco Perder
(2:37)
3. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - En La Alta Sociedad
(2:31)
4. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Nena (2:58)
5. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - El Soldado (3:42)
6. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Longina (3:23)
7. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Pensamiento (3:20)
8. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Boda Negra (2:48)
9. María Teresa Vera & Lorenzo Hierrezuelo - Sobre Una Tumba Una
Rumba (4:06)
VEINTE AÑOS
BODA NEGRA
LONGINA
María Teresa Vera.
Marta Valdés
-Cubadebate
Hace algunos
días, sin motivo aparente, me fui directo a una compilación editada por la
EGREM en su colección Voces del siglo, dedicada a María Teresa Vera. Algo, sí,
me impulsaba a elegir como tema para mi audición a esa mujer única en tantos
aspectos, esta vez haciendo énfasis en uno de sus rasgos más impresionantes:
esa zona voluntariosa que la llevaba a manejar a su libre albedrío pero con
toda la propiedad del mundo, las melodías de aquellos clásicos nuestros que, en
muchos casos, gozaron de una especie de privilegio de doble vía al ser
estrenados por ella. Doble vía he dicho porque, tanto para las obras y sus
respectivos autores como para la intérprete, esa puesta en música –de primera
mano– gratificaba a ambas partes por igual.
Hilvano
estos pensamientos respondiendo a un extraño aviso: en algún momento de los
trajines diarios, la fecha del 6 de febrero comenzó a reclamar mi atención y
tuve la corazonada de que tenía que ver con
María Teresa Vera. Corrí en busca de su biografía, obra admirable de mi
amigo, el periodista Jorge Calderón, publicada en 1986 por la Editorial Letras
Cubanas. En sus páginas pude -efectivamente– comprobar que un 6 de febrero –en
1895– a poco menos de tres semanas de una fecha patria como la del Grito de Baire, el pueblo de Guanajay, en el
occidente de la Isla, vio nacer a esta criatura indómita e iluminada a quien
nos estaremos acercando un poco hoy domingo.
Se nos hace
cada vez más claro que estamos hablando de la primera década del siglo XX, a
medida que vamos leyendo los testimonios
de familiares cercanos, amigos, estudiosos de su vida y obra así como músicos
contemporáneos de María Teresa Vera que compartieron con ella la batalla por
cantar o tocar mejor, por hallar la combinación de voces más perfecta para
redondear la puesta de una canción, la alegría del alumbramiento de una pieza
que ella recibiría de primera mano y llevaría consigo a cualquier rincón donde
mereciera la pena ponerse a cantar sin freno, sin mirar relojes o reclamar algo
más allá del recogimiento que caracteriza a toda audición generosa.
En efecto,
la niña cantadora a quien todos reclamaban en las fiestas entre amigos, se
volvió muchacha y, a sus dieciséis años, se presentó, desconocida como era, en
un beneficio (especie de homenaje de sus colegas hacia un artista) dedicado a
Arquímedes Pous. Aquí viene lo más grande de esta sarta de coincidencias que se
reúnen para dar cuerpo a mis palabras de este domingo: el aclamado debut vino
cargado con el estreno de una de las más hermosas canciones cubanas de todos
los tiempos: la criolla Mercedes, recién compuesta por Manuel Corona y tuvo
lugar en el Teatro Politeama Grande, ubicado en la Manzana de Gómez, en fecha
que, muy pronto, hará arribar este acontecimiento a su centenario: el 18 de
mayo de 1911.
Todas esas
cuentas las he sacado al calor de la lectura del precioso libro, obra a la que
el autor dedicó más de cinco años de investigación y en la que hallamos, más
allá de la autenticidad que le aportan testimonios como los de Graciano Gómez,
Sirique, María Teresa Linares y las sobrinas de la propia María Teresa, la
pista para entender mucho mejor la dimensión humana y artística de esta prenda
tan querida para quienes, desde el escenario o bien desde aquellos espacios que
nuestra propia devoción convierte en sagrados, asumimos con gusto la misión de
contribuir a que su gloria sea imperecedera.
María Teresa
salía por todos los caminos en busca de la gente, asombrada ante los poderes de
esas canciones que le tocaba escuchar, de primera mano, en las voces de quienes
las acababan de traer al mundo. Cantaba en parques, hospitales, tabaquerías,
logias, sociedades y gremios, en escenarios de teatro y en cines de barrio -muy
especialmente en el Esmeralda, emblemático sitio de trova, un local pequeñito y
encantador (lamentablemente irreconocible desde hace algunos años), ubicado en
las inmediaciones del Mercado de Cuatro Caminos. Una mujer arrestada y
deslumbrante rodeada de caballeros enguitarrados que la escoltaban como ángeles,
retando a los públicos más zafios -aquellos que, por su parte, jamás la
sometieron al rigor de las rechiflas. Así era ella (como hubiera dicho Oscar
Hernández).
Su atracción
como intérprete de boleros, canciones, criollas, bambucos, guarachas, sones,
rumbas, habaneras, captó la atención de quienes manejaban la cada vez más
floreciente industria del disco desde
Estados Unidos y ya, a partir de 1918, comienzan sus viajes acompañada
de quienes integraban con ella las combinaciones a dos voces así como aquellos
que asumían parte del acompañamiento instrumental. Su arte único y diverso
quedó registrado para los sellos Víctor, Columbia y otros como Brunswick. Actuó
también en vivo en ese país; años después, viajó a Yucatán. A partir de la
década de los treinta, ya a dúo con Lorenzo Hierrezuelo en esa alianza que duró
veintisiete años, logró una presencia en la radio a través de un programa fijo
en CMQ así como en la nunca suficientemente valorada Radio Cadena Suaritos en
cuyo archivo quedó sepultada buena parte de ese capítulo de la historia musical
cubana que abarcó tres décadas de valioso quehacer.
La
imaginación es insaciable y vuela constantemente hacia los dominios de lo que
pudo ser. Muchas veces me he preguntado cómo habrá sido el andar, qué color habrá
ostentado el timbre de aquella María Teresa adolescente o veinteañera a quien el gran Sirique definió como la
bohemia perfecta entre tantos bohemios, porque no probaba bebidas alcohólicas.
Me doy con un canto en el pecho por haber albergado entre los sonidos que me
hacen sentir cubana, a la voz señora de María Teresa que se ha mantenido
entrándome por los oídos desde que tuve uso de razón, ya fuera desde el primer
receptor de radio que se parapetó en la sala de mi casa o a través de aquellos
mejorcitos que vinieron después o a partir de las esporádicas y muy especiales
actuaciones en vivo, a dúo con Lorenzo Hierrezuelo, que me fue dado apreciar
-supongo que a través de la televisión o en los inolvidables festivales de
música popular y folklórica que organizara Odilio Urfé a comienzos de la década
de los sesenta–. Guardo dos viejos discos de acetato con grabaciones suyas.
Entre los
más amorosos investigadores que se han acercado a su obra, figura María Teresa
Linares. Soñemos con una publicación de sus trabajos al respecto; imaginemos
que la biografía que nos ha arrojado luz para enriquecer este sencillo boceto
de la autora de la habanera Veinte años, es objeto de una nueva edición o que,
a los títulos recogidos en la compilación a que me he referido, se añadirán
otros en una próxima entrega discográfica. Soñemos con colocar una placa en el
sitio marcado con el 201 de la calle San Lázaro entre Escobar y Lealtad, donde estuvo enclavado el
solar La Maravilla, lugar de residencia de María Teresa y su familia, sitio
donde, en octubre de 1918, Manuel Corona escribió su inmortal Longina y donde,
de alguna “callada manera” de esas que descubrió Guillén y musicalizó Pablito,
estarán sonando todavía los ecos de las voces y guitarras cuyas historias no
habrían sido las mismas, de no haber visto la luz un 6 de febrero, en 1895.
María Teresa Vera.
El Cerro, 6
de febrero de 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario